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sábado, 16 de agosto de 2014

El Niño que creció

Por Francisco Márquez Maraver
Médico y aficionado escritor 
16 de agosto de 2014

El Niño que creció
La metamorfosis de un autoengaño

Nació. Empezó a crecer. Enfermó gravemente de niño. No se de qué. Sus primos -muchos- y hermanos  -sólo unos cuantos, no había hermanas- cuentan que para curarle le untaban algo que apestaba y que, por ello corrían despavoridos huyendo del cuarto sin puertas y con cortina donde yacía  agotado y débil. Sólo su madre y el practicante, Don Pedro, se acercaban a él para alimentarlo o darle los cuidados necesarios para ahuyentar al mal que le afligía. 

El médico? Siempre a distancia, en su atalaya, protegido de "mancharse" y sancionando diagnósticos, pronósticos y tratamientos sin molestarse más que en pensar e imponer sabidurías, opiniones o criterios. Para eso había estudiado. ¿Los demás? Asentían serios y diligentes. Aceptaban...tomaban la opinión autorizada sin tener dudas, sin atisbo de sospechas de intenciones distintas a las de beneficiar al dolido. Nada de exigencias de medios ni de resultados. Eran otros tiempos.

Su madre hablaba con Don Diego, el médico, y le contaba la evolución del enfermo, le describía signos y síntomas lo más fielmente posible, memorizaba las instrucciones, recogía recetas de medicamentos y fórmulas magistrales. Y, toda ella diligente, con las ideas claras y determinada a salvar la vida de su hijo ponía en práctica todas las instrucciones con la máxima  precisión. Tenía la confianza y la fe ciega en el resultado satisfactorio de los cuidados a su niño enfermo. Ella lo sanaría por encima de todo en este mundo. Era su madre. Ella era una mujer abnegada e inteligente, amalgama de terquedad y frialdad ante decisiones difíciles.  Cuando se le metía algo en la cabeza lo defendía ante quién fuese con criterio. Con respecto a este niño que cuidaba y quería tanto como a sus otros hijos tenía una espinita clavada. En su lugar había deseado que hubiese nacido hembra y no varón. Lo expresó varias veces en su vida mostrando un deje de frustración por no haber podido disfrutar de la crianza y ayuda de una niña. Aunque quería a su marido y a sus hijos con absoluta claridad, se sentía sola muchas veces en un mundo machista y rodeada de varios varones en su familia nuclear. Era una mujer trabajadora que adoptó su papel de ama de casa en toda su extensión, y esa extensión todo el mundo sabe que abarca cualquier profesión que uno se imagine: sanitaria, limpiadora, cocinera, fontanera, electricista, psicóloga, misionera, maestra... De niña, en el colegio republicano, en plena preguerra española, destacó como la más lista de la clase. Su maestra, Doña Gaspara, que posteriormente sufriría la represión franquista probando el aceite de ricino, le cuidó y le enseñó las cuatro reglas, a leer y escribir y muchas cosas más. Pero lo más importante fue que le inculcó el gusanillo de la curiosidad por el saber. Se vislumbraba en ella una futura maestra, pues se erigió en ayudante de Doña Gaspara para enseñar a sus compañeras lo que ella aprendía con más facilidad y rapidez.  Se comentaba en el pueblo: la maestra la apoyaría en su proyección. Pero todo se dio para que se  truncase el camino de vida que aparentemente se le iba trazando. Todo se debió a la desaparición de su mentora, su maestra, por los cambios políticos convulsos del momento y al hecho de que  su familia era de clase baja, eran jornaleros andaluces. Y la clase baja, en aquella época -¿tal vez ahora también?-, tenía sus roles perfectamente definidos. Y su rol sería el del trabajo en el campo si lo había hasta encontrar a un hombre que la "mantuviera" y al que tendría como obligación sagrada servir y hacerlo feliz. Tuvo suerte. Encontró el verdadero amor en su marido. Fueron uña y carne toda una larga vida. Se apoyaron mutuamente en la pobreza de la que nunca salieron completamente aunque con los años fue subiendo su nivel de vida. Pero sobre todo estuvieron a una. Si sólo disponían de mendrugo de pan lo repartían a medias. Y esto fue así tanto en la salud como en la enfermedad. Y ella la sufrió durante muchos años por culpa de una hepatopatía crónica que le quedó como secuela de una hepatitis aguda tal vez vírica que contrajo con 40 años de edad. Aún con la enfermedad siguió dirigiendo la casa, aún con la enfermedad jamás hizo renuncia de servir y cuidar a sus hijos y a su marido. 

El padre sufría. No podía hacer más que trabajar. Debía ganar lo suficiente para pagar medicinas y profesionales sanitarios; no existía el "seguro" y la única protección a su familia nacía de su buen juicio y de sus brazos. Era todo un hombre con mayúsculas: libre y responsable, honesto, altivo y serio...digno en el más alto sentido de la palabra: ejemplo para sus vástagos, ejemplo para sus cercanos...¡Qué respeto daba! Pero sin atemorizar a nadie...sólo daba ejemplo desde las palabras, silencios o acciones. El padre respetaba a sus ancestros, no los discutía. Los entendía. De ellos emergió y de ellos fue  forjando su concepción de la vida, adoptando y adaptando enseñanzas y educación; ese corpus de sabiduría lo integró para dirigir a su familia y aconsejar a hijos, hermanos, sobrinos, amigos... Todos lo miraban y admiraban, algunos hasta con envidia de su capacidad, fortaleza y bondad natural. Un día se cuenta que estando su mujer de parto estancado, la matrona le conminó a que fuese a pedir la asistencia del médico. Cuando llegó a la casa del mismo a altas horas de la madrugada, y tras insistir aporreando la puerta del caserón del galeno, logró que se asomase por el balcón medio cuerpo de una señora, la mujer del médico. 
-¿Qué quieres a estas horas?
-¿Está Don Rafael?
Aún duerme, ¡vuelve mañana! 
Pues dígale que mi mujer necesita de su asistencia. Está de parto desde ayer y la matrona no puede hacer ya nada más. Pero sobre todo dígale -y en ese instante se golpeó varias veces el bolsillo de la chaqueta- que se le pagará lo que haga falta! ¡En mi casa lo espero!

No tardó ni media hora en llegar en coche caballo. Era un magnífico profesional médico y un obstetra excepcional. Tras hacer el tacto correspondiente hizo una aplicación de forceps de Naegele perfecta extrayendo al primer varón de la familia, su hermano mayor. Luego nacieron sus otros hermanos. El Niño fue el último.

Tras un combate titánico con la enfermedad el niño se curó. O le curaron, mejor dicho. Creció con un cuerpo físico del montón. No le importó nunca demasiado. Y mentalmente, aunque en ese aspecto convencionalmente salió adelante muy bien, algo le ocurrió que le acompañó ya toda su vida y que sólo él creía saber  lo que era. Y es que lo que reina en la mente individual de cada persona desde fuera sólo se puede interpretar. Y desde dentro sólo algunas personas logran atisbarse a sí mismo con claridad total. Pero el si se conoció a sí mismo, al menos en lo que determinó si vida. Lo que pasó en su mente tras aquella enfermedad, aquella parte concreta y determinante, si lo percibía con claridad. Y ya viviendo le ayudaba a veces y otras le cansaba y las más le asustaba. Y ¿qué era? 

Fue creciendo callado, introvertido. Pero al mismo tiempo, cual esponja, se empapaba de percepciones no siempre procedentes de sus sentidos convencionales. Veía venir las opiniones y pensamientos ajenos, los entendía, y siempre los justificaba pues sabía captar el interior de cada cual, se impregnaba del sentimiento y emoción del otro hasta sufrir una empatía total. Ese identificarse con los demás le fue creando una conciencia inhabitual de las alegrías y de los sufrimientos del ser humano que lo llevaban a acciones constantes en pos de los demás. Aunque, en general, casi nunca y casi nadie le pedía nada explícitamente. Y por ello a veces conseguía irritar al que intentaba ayudar, probablemente porque circunstancialmente no sabía hacerlo bien en tiempo y forma. Presuponía respuestas positivas a sus ayudas, pero no siempre era así. Es más: pocas veces acertaba. No entendía que los seres humanos a veces se sienten confortables en sus miserias, tristezas y mentiras. Y, claro, no quieren salir de esa zona de confort. Tienen ganancias secundarias que sólo ellos entienden o no quieren entender por desidia o por miedo. A ese entendimiento el no llegaba, no era capaz de comprender como alguien decidía seguir en el fango de su sufrimiento sin prestar atención a su ayuda sincera y desinteresada.

En una ocasión, con 10 años de edad, levantó la mano en el colegio y, sintiendo la obligación de ayudar a un compañero, tomó la palabra para explicar "mejor" lo que había querido decir aquel que, según su percepción, involuntariamente no había expresado con precisión la idea que tenía en su mente y que el, en su ingenuidad, si había entendido. Sin dudarlo quiso apoyarlo y ayudarlo a ser comprendido por la maestra y por el resto de la clase. Comenzó a disertar: "El Cuesta ha querido decir que..." Fue inmediatamente acallado por la maestra recibiendo una bronca por haber hablado sin que nadie se lo pidiese. Le dijo que qué se creía, y sufrió una reprimenda tal que durante un tiempo le impidió siquiera expresarse sin miedo a molestar en clase. Aunque lo que de verdad sentía no era miedo...era una mezcla de perplejidad, vergüenza y soberbia. Fue trabajoso superar aquella anécdota...le acompañó toda su vida ese recuerdo doloroso y paralizante.

Siguió creciendo y fue comprendiendo que del servicio no solicitado a la imprudencia molesta había poco trecho. Este pensamiento lo fue retrayendo de su relación sana, desinteresada y candorosa con los demás. Se fue replegando a un mundo de silencio. Mantenía diálogos consigo mismo que giraban en círculos. Eran espirales de ideas sin conclusiones claras...sin final, sin desenlace. Sólo desaparecían con la llegada del siguiente pensamiento. Ni en sueños descansaba. En ocasiones hasta su corazón físico se encogía y aceleraba y fue encogiendose y acelerandose. Su respiración a veces era jadeo agitado y se fue convirtiendo en jadeo taquipneico. En esos momentos sus ojos se abrían más como gesto de sorpresa crónica. Y su cuerpo entero temblaba y se volvió tembloroso. 

Y así vivía todo su ahora buscando encaje, hacia dentro y hacia fuera. Siempre se preguntaba si encontraría algo realmente pleno, en algún sitio o en algún momento. Se interrogaba si era posible descubrir algo que le llenase, que le hiciese sentir la verdad absoluta de la vida, esa que el creía ver y tener pero que nadie la tenía y nadie se lo apreciaba. Buscó en libros y opiniones de personas, buscó en cualquier fuente que cayera en sus manos...hasta el punto de enfermar. No podía dormir. Su obsesión no le dejaba. La ansiedad de saber la verdadera ley universal que le desatase el nudo gordiano de sus dudas lo llevó al borde de la locura. Físicamente dejó de cuidarse. Deambulaba sin rumbo por calles desiertas con un solo pensamiento. Se olvidó de comer y de beber. Y así, un día frío de invierno, cayó derrotado y harapiento en medio de la acera. Su corazón  fue entrando en bradicardia, su respiración cada vez era más superficial, la piel de su cara  palideció hasta volverse nívea y ya sin fuerzas, al final perdió el conocimiento, cayó al suelo y mientras caía le inundó una luz cegadora blanca y envolvente. No había solución de continuidad entre dicha luz y su cuerpo... Y de pronto sintió un estremecimiento que no supo de donde venía. ¿Externo? ¿Interno? Lo real era la luz que le invadía. Sintió relajación y paz. Lo comprendió: "la única verdad que el ser humano puede saber es la de su muerte física. A partir de esa comprensión todo hombre busca su consuelo". El creyó que el suyo lo encontraría sólo. Pero rápidamente comprendió que esa creencia era pura soberbia. El sólo no encontraría la solución. Ningún humano la conoce más allá de la ilusión de creer saberla. Se aceptó a sí mismo como un ser humano más, todo el lleno de dudas, falible y voluble. 

Entonces empezó el verdadero viaje de su vida. YA CRECIÓ. Y de esta manera, por fin comprendió que toda su vida había estado instalado en un error...EL NO ERA DIOS.  Y así inició el largo camino de su búsqueda.